Mi madre, por aquellas cosas de la vida, nació en un pueblo de la
España profunda, uno de aquellos en los que aún hoy las mujeres van a misa con
la mantilla negra y velan y lloran a sus muertos toda una noche mientras el
difunto está de cuerpo presente y de mente ausente entre la mesa y el sofá de
la salita.
Como buena castellana, mi madre es devota,
creyente y un poco supersticiosa.
En casa somos cinco hermanos y poco a poco a todos nos fue llegando la
mayoría de edad y con ella la fecha para examinarnos del carné de conducir. El
primero en ir a examen, después de unos meses de estudiar normas, reglamentos y
señales de tráfico que luego nunca vuelves a ver en ninguna carretera, fue mi
hermano mayor.
Evidentemente, durante toda la mañana parpadeó la luz de una vela que
mi madre encendió, no a la Virgen del Carmen, patrona de su pueblo, sino a la
“moreneta” como buena emigrante que hacía años que vivía en Barcelona. Pero ese
día, se añadió un nuevo ritual y como tal, llegó a convertirse en una
superstición tan grande que ya todos tuvimos que pasar por el mismo trance.
Esa mañana, mi madre preparó de comer arroz con pollo, como bien podía
haber preparado un cocido o unas alubias con chorizo. Pero ese arroz con pollo
pareció ser el detonante de que mi hermano aprobara a la primera su examen por
lo que a partir de ese momento, cada vez que nos examinábamos del carné de
conducir, se ponía una vela a la Virgen y se comía arroz con pollo a mediodía.
Mi madre nos tuvo a todos muy seguiditos así que durante una
temporada, siguió un ritual de velas, exámenes, nervios y arroz con pollo para
celebrar el éxito. Siempre he pensado que, además de su fe, que no quiero yo
quitársela, mi madre siempre vio en sus velas y en su arroz una manera simple
de economizar tanto gasto que, para una familia numerosa como la mía, traía el
dichoso carné y más si no lo aprobabas a la primera.
Los cuatro primeros hermanos sucumbimos con éxito a los test, al
malhumor de los examinadores y al freno de mano que se resistía y llegábamos a
casa con el papelito provisional de nuestro carné donde nos esperaba un
humeante plato de arroz con pollo.
Y siempre fue así, al menos así lo recuerdo yo y mis tres hermanos
mayores.
El caso es que todo cambió cuando mi hermano pequeño, que es el que
nació con más diferencia de edad de los otros, quiso también sacarse el permiso
de conducir. Mi madre, como cada vez, preparó su arroz con pollo y encendió la
vela a su Virgen.
Cada dos o tres semanas, mi hermano iba a examinarse y a mediodía
volvía a casa con los hombros caídos y un papel entre las manos donde se le
notificaba que debía mejorar y, por supuesto, renovar otra vez unos papeles que
bien valían unas buenas pesetas. Yo perdí la cuenta de las veces que se examinó
y de las veces que suspendió y creo que los demás también. Al principio, como
buenos hermanos mayores, dábamos consejos y collejas al pequeño mientras mi
madre disgustada nos servía el arroz con pollo que, a pesar de los pesares,
estaba de muerte y nos subía a todos la moral.
El caso es que al final, mi hermano aprobó la parte teórica y ya nos
encargamos los demás de darle clases particulares para que la segunda parte, la
práctica, la sacara de forma más holgada. Así, empezaron las clases
clandestinas en el parquin del supermercado o por las calles de aquel polígono
recién inaugurado. Pero ni con esas. Mi hermano parecía haberlo cogido grima a
eso de conducir.
Pero como todas las cosas no persisten para siempre, esto también tuvo
un final. No el que hubiéramos deseado, pero llegó un día en que mi hermano
llegó a casa con su papeleta de carné provisional. Pero no todo fueron buenas
noticias ese día.
Esa mañana cuando mi hermano se fue de casa, mi madre, un poco
incrédula ya y mosqueada con tanto pago y tanto papeleo, encendió la vela a su
Virgen pero sin demasiados aspavientos. Se pasó la mañana limpiando y cocinando
y, como siempre, preparó el sofrito del arroz con pollo, pero sin demasiada
afición. A mediodía llamó una vecina a casa y mi madre, con su delantal en
mano, se estuvo largo rato charlando en la puerta criticando a unas y
envidiando a otras, como bien era típico en mi barrio. De pronto, un olor de socarrina
hizo dar un salto a mi madre que, dejando a la vecina con la palabra en la
boca, corrió hacia la cocina. Los gritos de mi madre y los de la vecina se escucharon
por toda la escalera con lo que las otras vecinas, asustadas y curiosas,
corrieron escaleras arriba a chafardear qué les pasaba a los del quinto. Para
cuando mi madre llegó a la cocina, el famoso arroz con pollo estaba todo
chamuscado y no quedaba ya rastro ni de las tajadas ni apenas de los granos
carbonizados. Abrieron ventanas y puertas y en sus lamentaciones estaban cuando
llegó mi hermano el pequeño, sonriendo y volteando su papel provisional con su
deseado aprobado.
Ni caso le hicimos nadie ocupados cómo estábamos consolando a mi madre,
a la que parecía que se le había quemado la casa entera de tanto grito y
lamentación, e intentando ahuyentar el
humo y el olor de casa por un ventanuco que daba a un patio de luces.
Ese día comimos unos huevos fritos con patatas y se acabó para siempre
el arroz con pollo.
De eso han pasado ya muchos años. Todos mis hermanos, incluido mi
hermano pequeño conducen y, que yo sepa, nunca han tenido ningún problema
importante. Mi madre, como buena devota, sigue poniendo velas a su Virgen cada
vez que algo importante sucede en la familia, como un buen augurio. Pero lo del
arroz no lo ha vuelto a repetir. Nunca más ha vuelto a cocinar aquel delicioso
arroz con pollo que nos calentaba el estómago y nos confortaba los nervios. Y por más que he probado otros
arroces, ni qué decir tiene que no he vuelto a comer nunca más un arroz con
pollo tan delicioso como el que preparaba mi madre los días de examen.